Mala noticia y buena noticia
El estado de inocencia no duró, y Adán y Eva desobedecieron a Dios. Entonces, “sus ojos se abrieron y vieron que estaban desnudos, entonces cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos taparrabos” (Génesis 3:7). Y fue el comienzo de la concupiscencia (1 Jn 2:16) en el corazón del hombre (Teología del cuerpo (TDC) 26:5). Estamos tan acostumbrados a este estado de concupiscencia, que tendemos a creer que es normal. En realidad, es MUY MALA NOTICIA. Por eso, en el Evangelio Jesús nos recuerda que “al principio no era así” (Mateo 19:8).
La BUENA NOTICIA, es que Jesús vino al mundo para rescatar el cuerpo de este estado de concupiscencia que es nuestra herencia del pecado original. Jesús viene a devolvernos la pureza y la paz interior que hemos perdido. Eso es RE BUENA NOTICIA. Y para comprender mejor cuan grande es la buena noticia, vamos a tratar de comprender primero cuan mala es la mala noticia.
Ruptura de la Alianza
“Sus ojos se abrieron y vieron que estaban desnudos, entonces cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos taparrabos”. Esta primera frase del Génesis que se refiere a la situación del hombre después del pecado, expresa (TDC 26:5) la ruptura de la Alianza entre Dios y el hombre. Pasaron del estado de inocencia al estado de situación de pecado. Mientras que antes “estaban desnudos sin avergonzarse de ello” (Gn 2:25), ahora en cambio tienen vergüenza y se tapan (Gn 3:7) (TDC, 26:5).
Vergüenza frente a Dios
Esta vergüenza es la primera manifestación en el hombre de aquello que “no viene del Padre sino del mundo” (1 Juan 2:16). Es un síntoma de la caída (TDC 27:1). Ahora el hombre tiene miedo frente a su Creador, miedo que no conocía antes: “Te oí en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo y me escondí” (Gn 3:10).
El hombre está desnudo no solamente físicamente, sino despojado, privado del don de la intimidad y confianza que tenía con Dios, se ha separado del amor (TDC 27:2). Ha pasado de un estado de plena aceptación del cuerpo, que era un límpido componente de la donación reciproca en la comunión de las personas, a otro estado en que ha perdido la certeza de que su cuerpo es imagen de Dios, ha perdido la visión divina (TDC 27:3-4).
Vergüenza cósmica
De hecho, Dios le anuncia la hostilidad del mundo: la naturaleza le resistirá en sus tareas, el cuerpo experimentará la fatiga en su contacto con la tierra, y el final será la muerte: “Retornarás al polvo” . La mujer dará a luz con dolor (Genesis 3:16-19). En resumen, el hombre siente impotencia e inseguridad frente a los procesos de la naturaleza. Esta vergüenza frente a su Creador, el papa la llama “vergüenza cósmica” (TDC 27:4).
Vergüenza frente a la persona del otro sexo
También siente vergüenza frente a la persona de otro sexo: el hombre aparta de su vista el signo visible de la femineidad, y la mujer aparta de su vista el signo visible de la masculinidad (TDC 28:1). La vergüenza entra cuando «el hombre se da cuenta por primera vez que su cuerpo ha cesado de conducirse bajo el poder del espíritu, que lo elevaba al nivel de imagen de Dios» (TDC 28:2)
Desequilibrio interior
También hay una ruptura de la unidad entre el cuerpo y el alma del hombre. (TDC 28:2). El cuerpo ya no se somete al espíritu, que ya no domina el cuerpo con la misma sencillez y naturalidad (TDC 28:3). Hay como un desequilibrio interior. El hombre ha cesado de estar encima de los animales (TDC 28:4).
Ha nacido en su corazón la “concupiscencia”. Aquí fíjense que la psicología y la teología utilizan la misma palabra “concupiscencia” para hablar de dos cosas muy distintas. La concupiscencia, para los psicólogos, es una necesidad que hay que satisfacer. Para los teólogos es el estado del hombre que ha perdido la sencillez y la pureza del principio (TDC 28:5).
Concupiscencia de la carne
San Juan habla de una triple concupiscencia, que no viene de Dios, que viene del mundo (1 Juan 2:16). Una es la “concupiscencia de la carne”. Dios dice a la mujer: “Buscarás con ardor a tu hombre” (Gn 3:16). Están amenazados por la insaciabilidad de la unión conyugal del cuerpo, que no cesa de atraer al hombre y la mujer, pero con exceso (TDC 30:5). Los deseos de la unión personal se descontrolan fácilmente, y la concupiscencia dirige los deseos hacia la satisfacción del cuerpo en detrimento de una autentica comunión de personas (TDC 31:3). Y la relación de don se transforma en relación de apropiación (TDC 32:6).
Orgullo de la vida
Otra concupiscencia es el “orgullo de la vida”, que el papa relaciona con la palabra del Creador: “Tu hombre te dominará” (Génesis 3:16). El dominio de uno sobre el otro cambia radicalmente su relación interpersonal, que antes era una relación de comunión, y ahora es una relación de dominación. Hace del otro un objeto de posesión y dominación. (TDC 30.6).
Concupiscencia de los ojos
La tercera es la “concupiscencia de los ojos” : Jesús habla del hombre que mira a una mujer deseándola. «Ustedes han oído que se dijo: “No cometas adulterio.” Pero yo les digo que cualquiera que mira a una mujer y la codicia ya ha cometido adulterio con ella en el corazón.» (Mateo 5:27-28). El hombre “mira para desear” (TDC 43:2), no solamente la mujer de otro, sino “la mujer”. El hombre que mira de este modo “se sirve” de la mujer para saciar su propio instinto (TDC 43:3). Eso es el “adulterio en el corazón” . Aquí la interpretación psicológica o sexológica de la concupiscencia es netamente insuficiente, se trata en efecto la concupiscencia de una mirada impura por el pecado (TDC 43:4):
Hasta aquí la MALA NOTICIA…
Ahora bien, la BUENA NOTICIA, es que Dios no abandonó a Adán y Eva.
¡Hay esperanza!
Por eso, a pesar de todas estas desgracias, tenemos esperanza. Dios mismo puso esta esperanza en el corazón de Adán y Eva, en seguida después del pecado, cuando dijo a la serpiente: «Pondré hostilidad entre ti y la mujer, y su descendencia te aplastará la cabeza» (Gen 3:15). Y Jesús dio cumplimiento a esta esperanza, no solamente con sus enseñanzas, sino sobre todo por su muerte y su resurrección, que nos rescatan del pecado y introducen nuestros cuerpos en la vida eterna (TDC 86:3). La redención cumplida por Jesús nos sana.
Por eso, en este punto, Juan-Pablo II pregunta: «¿Debemos temer la severidad de las palabras sobre el adulterio en el corazón, o más bien, tener confianza en su contenido salvífico, en su potencia?» (TDC 43:7). ¡Jesús es el Redentor del hombre! El hombre, sujeto a la concupiscencia, vive en la esperanza de la redención de su cuerpo. Por eso san Pablo dice: «Nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente suspirando por la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23). Incluso «la creación entera, todo el cosmos, que ha sido sometido a la corrupción, gime en dolores de parto ansiando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8:19-22). (TDC 86:1). Así vivimos en la esperanza de la redención de nuestro cuerpo.
Tu cuerpo: un campo de batalla
Es verdad: la segunda iniciación sexual ha sido muy distinta de la primera. La primera era en estado de inocencia, la segunda está marcada por el pecado… Y el corazón del hombre se ha transformado en un campo de batalla entre amor y lujuria. Cuanta más lujuria hay en el corazón, tanto menos vivimos la plenitud en la relación recíproca de las personas, el hombre y la mujer, lo que el papá llama el significado nupcial del cuerpo, o sea el verdadero sentido del sexo, que es amar a imagen de Dios.«¿Quiere acaso esto decir que debamos desconfiar del corazón humano? ¡No! Quiere decir solamente que debemos tenerlo bajo control.» (TDC 32:3).
¡Jesús nos acompaña!
Y ¿cual es la BUENA NOTICIA del Evangelio? Jesús vino a proclamar la vista a los ciegos, la salud a los paralíticos, el perdón a los pecadores y la pureza a los lujuriosos. Jesús proclama que somos mucho más hermosos que creemos cuando permanecemos adictos a la pornografía. Somos más grandes que nos damos cuenta. Y Jesús nos acompaña en nuestro rescate.
Reconquistar la herencia
Jesús sabe cuan profundas son las heridas de la lujuria en nosotros. Pero no es la parte más profunda. La herencia es más profunda, y las palabras de Jesús reactivan esta parte más profunda y le dan poder real en nuestra vida. (TDC 46:6). Podemos reconquistar esta visión originaria a través de muchos combates, tomando la cruz cada día. Cuando Jesús dice: «El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio en su corazón» (Mateo 5:28), no nos está imponiendo nuevas reglas. Simplemente nos está invitando a REDESCUBRIR NUESTRA HERENCIA, la capacidad de mirar a los demás con una mirada pura, capaz de respetarlos y entrar en comunión con ellos. Nos invita a un cambio de corazón, una conversión (Catecismo, nº 1968).
Un gran desafío
Hay que reconocerlo: vivir una vida sexual integrada es un gran desafío. Necesitamos sanación sexual, no este tipo de «sanación» que cantan los artistas, sino la que da Jesús, que sanó a los pecadores. Ahora, Jesús nos pregunta: «¿Quieres sanar?» Y respondemos: «¡Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí!» Eso es un gran viaje, una gran aventura, ¡de toda la vida! Y hasta nuestras cicatrices tienen valor para Dios. Las de Jesús resucitado brillan con gloria. Las de san Pablo eran un trampolín para entregarse más a Jesús (2ª Corintios 12:9). Para conseguir esto, tenemos que aprender a gemir: «Gemimos interiormente esperando la redención de nuestro cuerpo» (Romanos 8:23). Es una batalla interior (Romanos 7:18-20).
¿Ser esclavo o libre?
También podemos renunciar. Podemos desconectarnos de crecer, podemos rendirnos a la esclavitud de la concupiscencia. Pero hay un poder dentro nuestro, el poder de la redención, que es capaz de hacer mucho más que podemos pensar o imaginar (Efesios 3:20). Jesús nos invita a una conversión. Conversión a Él. Recuerda, Jesús quiere recorrer con nosotros el camino de la existencia. Así, por medio de una conversión continua, los deseos de nuestros corazones se conforman gradualmente a la ley de Dios.
La virtud de pureza
La redención del cuerpo no es solamente la resurrección final y la victoria sobre la muerte; es ya ahora, superar la lujuria, aún en los movimientos interiores del corazón (TDC 86:6). De tal manera que la perfección de la virtud de pureza consiste en que el hombre sea «movido al bien, no sólo por su voluntad, sino también por su corazón y aún por su apetito sensible» (Ver Catecismo, nº 1770, 1775), o sea que sienta gusto y placer en hacer el bien.
«La actitud realmente cristiana» nunca es una actitud maniquea, nunca es una «negación del valor del cuerpo» o una mera tolerancia del sexo. Al contrario, «es la transformación de nuestra conciencia y nuestras actitudes, para conformarlas y ordenarlas de acuerdo al plan original del Creador, realizando así el valor del cuerpo y del sexo.» (ver TDC 45:3).
La virtud de la pureza nos lleva a una conciencia cada vez más grande de la belleza gratuita del cuerpo humano (Juan-Pablo II, Memoria y Identidad, 2005, p. 29). Al final de su vida, el papa concluía : «con el paso del tiempo, si perseveramos en seguir a Cristo, sentimos que la lucha contra el pecado es cada vez menos pesada. Esto nos permite movernos con cada vez mayor libertad dentro de todo el mundo creado. Esta misma libertad y simplicidad caracteriza nuestras relaciones con otros seres humanos, incluyendo aquellos del sexo opuesto» (Memoria y Identidad, p. 29).