Una vida dada a Dios

Atentos a la enseñanza y a la experiencia de la Iglesia, y, al ejemplo de nuestro fundador, el padre Lamy, vivimos nuestra consagración religiosa dentro de una vida conventual


Nuestra vida consagrada

Cada uno de nosotros, hemos escuchado el llamado del Señor a seguir a Cristo Salvador en su misión redentora. Hemos dejado todo para seguir este llamado (cf. Lc 5, 11), seguros de que la gracia llevará a la perfección lo que ha empezado en nosotros. Entregamos toda nuestra vida, lo que tenemos y lo que somos, confiados en la fidelidad divina. Nos ponemos al servicio del Reino, ya presente en el mundo, y trabajamos a consolidarlo poniéndonos totalmente al servicio de la Palabra que salva. La Misericordia de Dios nos ayuda a superar el desaliento frente a nuestros pecados, nuestras debilidades, y nuestras infidelidades. Servidores de Jesús, quien perdonó la flaqueza de Pedro y la persecución de Pablo, hicimos la experiencia de la inmensa bondad de nuestro Señor y Maestro. Servidores de María, aprendemos de Ella la esperanza que no defrauda. Modelo de fe y de caridad, descubrimos cada día más que su Corazón Inmaculado es el refugio de los pecadores. Su Inmaculada Concepción nos recuerda el esplendor de la creación divina ; su Asunción nos invita a buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios (cf. Col 3, 1). Es porque el amor nos apremia que hacemos votos de pobreza, de castidad y obediencia. Adoptando la vida misma de Cristo , testimoniamos ya del Reino. Nuestra vida religiosa es el signo del amor de Dios para con los hombres, de esta caridad perfecta que es el mismo Dios.

Voeux de frère diego

El Espíritu Santo, que nos fue dado en el día de nuestro bautismo y de nuestra confirmación, nos convida y nos apremia a esta vida de caridad. Como bien nos dice santo Thomás de Aquino : “De los consejos, podemos decir que son los efectos y los signos de la perfección. El alma, violentamente enamorada y deseosa de algún objeto, lo hace pasar antes que todo. Dado que el amor y el deseo la inclinan con fervor hacia las cosas de Dios -tal es bien la perfección - ella rechaza todo lo que podría atrasar este impulso hacia Dios, no sólo el apego a cosas exteriores, a una mujer y a unos niños, sino también al amor de sí.” La pobreza evangélica nos invita a vivir abandonados a la voluntad del Padre. Ponemos alegremente a disposición del Instituto, de su misión y de nuestros hermanos, todo lo que hemos recibido de la providencia divina : nuestros dones de naturaleza y de gracia. Esta pobreza libremente elegida y practicada, nos ayuda a romper con nuestro egoísmo para escuchar el grito de los pobres y el clamor de aquellos que sufren. La castidad consagrada expresa nuestra elección de entregar totalmente nuestro corazón. Amamos con un amor único, y por eso capaz de alcanzar a muchos. Ella nos vuelve libres y por ende capaces de acercarnos a todo desamparo y de responder a toda llamada. Por fin, testimoniamos de la situación última de todo hombre, amando del amor mismo con el cual se ama en el Cielo. Sabemos que nuestro sacrificio, más allá de la soledad que implica a veces y de la incomprensión que encuentra, es fuente de fecundidad real. La obediencia, finalmente, fortifica nuestra libertad ya que nos hace abrazar la misma voluntad de Dios que nos está manisfestada por la Iglesia y los pastores que ella nos da. Sabemos por la fe que nuestros superiores son para nosotros la imágen de Cristo Buen Pastor y los ayudamos lo más posible en su tarea muchas veces delicada pero indispensable para la edificación del Cuerpo de Cristo. Entregamos nuestra vida a Dios profesando los consejos evangélicos durante el sacrificio eucarístico. La vida litúrgica y la oración personal alimentan profundamente nuestra consagración y a la vez la expresan.